Si eres el tipo de persona que busca con ansiado anhelo un libro que represente una sociedad futura apocalíptica sumida en el mayor de los caos, al estilo de las legendarias películas de Mad Max, adelanto que El paraíso en la otra esquina de Vargas Llosa no será la deseada y ansiada novela que llenará vuestro vacío literario causante de tantas noches en vela.
Trata de una abuela y su nieto; Flora Tristán y Paul Gauguin; Paul Gauguin y Flora Tristán. Un episodio para cada uno; los impares para Flora, los pares para Paul.
Reconozco que escuchar Tristán tan solo me traía a la memoria al actor Tristán Ulloa y los golazos que le endosaba el mítico jugador del Deportivo de la Coruña al Barcelona. Gaugin me sonaba más, de nacionalidad francesa, y por supuesto era conocedor de su amor por el lienzo y el pincel: poco más.
A través de sus últimos meses como huéspedes de este maravilloso hotel que es la vida, unos con mejores habitaciones que otros, Don Mario hace un excelso recorrido por los caminos en los que discurrieron sus andanzas. No estoy matando al lector de las presentes líneas el desenlace del libro, dado que todo ser vivo tiene el mismo final, y ambos personajes vieron por primera vez la luz de este mundo en el siglo XIX.
A Doña Flora le tocó vivir una triste adolescencia, cautiva de un matrimonio no deseado, necesario para la lidia de la penuria económica que acuciaba tanto a ella como a su madre. Tres hijos que tuvo con su despreciable marido al que advirtió que una penetración más le costaría la vida. Aunque fue una luchadora sin igual por los derechos de la mujer y de la clase trabajadora, en su estancia en Perú, de donde era oriundo su señor padre, abrazó la vida burguesa y acomodada. Por mucha injusticia laboral que se estilara en la Francia de aquellos tiempos, no era nada comparable con la esclavitud, práctica legal por aquel entonces en el continente americano, que a lo largo del siglo XIX se fue diluyendo hasta su definitiva abolición; Flora presenció in situ los horrores de la trata de personas. Interesante la historia de su prima lejana Dominga Gutiérrez, a la que su vida en un convento como monja de clausura no le llegó a convencer en demasía, por lo que decidió darse a la fuga, evasión meticulosamente planeada durante tan solo diez años de sus años más frescos y mozos; menudo revuelo que provocó en las clases conservadoras de la época. Toda su familia le dio la espalda dado el tamaño de semejante escándalo; no se podía entender que Dominga quisiera renunciar a los exquisitos placeres que te puede ofrecer una vida en reclusión dedicada al trabajo en silencio y a la oración. Ay Dominga, Dominga, ¡en qué estarías pensando!
Flora se aproximó a prostitutas, religiosas, enajenadas mentales, esposas maltratadas hartas de parir y de servir; luchó por la igualdad salarial entre la mujer y el hombre y porque toda la clase obrera tuviera una vida decente, con horarios y condiciones dignas; peleó porque sus hijos fueran escolarizados y no explotados laboralmente a edades muy tempranas. Tras su muerte otros se apuntaron sus logros: señoritos de alta alcurnia amos de venenosa verborrea que se adentró hasta las entrañas en los espíritus y corazones de aquellos cuyos ideales buscaban una sociedad más justa, un paraíso, un edén que desde luego no se encontraba al doblar cualquier esquina.
Y qué reseñar del amigo Paul, que precisaba de buen sexo para inspirarse a la hora de acometer sus artísticas labores; seguro que cuanto más bellas las mujeres, más inspirado. No sabía nada el colega sobre la inspiración, ¡un adelantado a su tiempo! Menudo pájaro. De marinero a agente de bolsa, y de ahí a pintor, vocación de descubrimiento tardío cuando contaba en su haber nada más y nada menos que con cinco retoños; su esposa, una vikinga natural de esas tierras donde en invierno hace frío del de verdad, acabó hasta el moño de él y de sus pinturas. Paul pasó de disfrutar de una vida de burgués, a una de bohemio, en la que hubo periodos que se mantenía a base de limosnas y se ataviaba con harapos.
Hoy en día sus cuadros en el mercado valen un auténtico dineral; nadie discutirá que se trataba de un genio; un genio devoto de la botella, aficionado a visitar los burdeles de aquí y de allá, apasionado de las jovencitas, muy jovencitas, lo que le granjeó la fama de pervertido. Por allí donde pasaba se multiplicaban sus enemistades, merecedor de que le partieran la cara en más de una ocasión. Amante de lugares exóticos, en especial de la Polinesia francesa, donde buscaba fundirse con la naturaleza en su plenitud y ser acogido bajo el regazo de las costumbres indígenas del lugar. Lo de fundirse con las indígenas lo perseguía de continuo, por lo que una posible visión del libro es que su paraíso lo encontraba en las paisanas de tierna edad, dado que es de suponer que en París sería tarea ardua el cortejo y posterior conquista de las chiquillas. Acabó como acabó: es la factura que tuvo que pagar por ser un picha brava sin igual.
En definitiva, un pedazo libro, muy recomendable sobre todo para aquellos que estén interesados en la temática del mismo y sean seguidores del autor, Don Mario Vargas Llosa. Si queréis que os recomiende una novela que no tenga nada que ver con El paraíso en la otra esquina, os invitaría a leer Ojos de fuego de Stephen King; posiblemente sea el manuscrito de King más entretenido de toda su obra que me haya leído, que no es toda ni poca; y que conste que no le considero el mejor, es decir, el que más me ha gustado. Si nunca has leído a Stephen, no lo dudes y sumérgete en sus páginas. Si no quieres tocar un libro, no importa, no lo hagas, sigue perdiendo el tiempo con Instagram y abúrrete mientras enchufas el mando a la pantalla buscando una serie o película que te convenza. Es más, trágate siete episodios de esa serie que te han recomendado y que te parece un ladrillo, pero insistes en su visualización por si mejora; y además la abandonas en el séptimo episodio, cuando tiene un total de ocho ¡Coge un libro de una puñetera vez!